Entre 1770 y 1830 ocho millones de hombres y
mujeres de la costa atlántica siguieron la caída del sol tras los Apalaches que
el gobierno británico había impuesto como barrera a la colonización, hacia la
asombrosamente pródiga cuenca del Mississippi y más allá, rumbo a las
Rocallosas.
La tierra, confundida, se conmovía con la avalancha
humana, con su peso de carretas, caballos y embarcaciones cargados con todo lo
imaginable y su brutal estrépito de hierro y madera, de disonantes voces de
cerdos, reses, perros y gallinas. La prensa y las memorias de la época trataban
de apresar en números la impresión del tumultuoso precipitarse atravesado por
una fe en la que se creía reconocer las trompetas de plata de Moisés anunciando
el reino de Israel:
“En un mes, la villa de Robbstow vio pasar 236
carretas.” “Informes provenientes de Lancaster establecen que se contaron en
una semana 100 familias que cruzaron la ciudad.” “Por Eaton pasaron 511
carretas con 3,066 personas en un mes.” En el mismo Muskingum de las mágicas
semillas de calabaza, un probable conocido de los Taylor contabilizaba 50
carretas en un día, mientras los ríos se sembraban de pontones, lanchones y
chatas.
Era una historia de grandes esperanzas y
sufrimientos. “Una familia compuesta por 8 miembros, en viaje de Maine a
Indiana hizo a pie los más de 600 kilómetros a Eaton, Pennsylvania.” “Un
herrero de Rhode Island, en pleno invierno cruzó Massachusetts rumbo a Albany (alrededor
de 300 kilómetros). En un carrito iban algunas ropas, algunos alimentos y dos
criaturas. Detrás marchaba pesadamente la madre, con un pequeñuelo en brazos y
7 niños más a su lado.” El diario de un observador daba cuenta de un par de
embarcaciones improvisadas, amarradas una a otra, con cabañas construidas en lo
alto, que transportaban a familias y granjas desmontadas con todos sus efectos,
en una especie de hogar viajero sostenido por sus rutinas, cuyo símbolo era una
anciana con anteojos que en una silla se entregaba a su tejido.
Se instalaban en un lugar que parecía bueno, otros
pasaban de largo dejando el rumor de nuevos y mejores lugares. Entonces los más
arriesgados o los menos favorecidos tomaban de vuelta el camino. Eran tan
frecuentes las mudanzas, que un futuro presidente aseguraba que a uno de sus
vecinos todos los años en primavera las gallinas se le acercaban y cruzaban las
patas, aguardando que las atara para el viaje.
Un recuerdo éste, tocado por el mismo impulso de
imaginación que hacía florecer con clavos a una barra de hierro y que sólo así
era capaz de recoger los auténticos milagros de la aventura que en menos de
medio siglo multiplicó por seis el territorio de las trece colonias primitivas.
La aventura dejaba en la mentalidad del país una huella imborrable y
consolidaba y definía a la democracia nativa. Así, privilegiando la anécdota,
subrayando los rasgos excepcionales o caricaturescos de la realidad, vacilando
entre un agrio y desenfadado humor y un gusto a Viejo Testamento, se construía
una percepción del mundo, una memoria y un habla que contribuirían
decisivamente al surgimiento de una religión, una conciencia y una literatura
nacionales.
Una larga serie de estereotipos estadounidenses
estaba ya presente en el río de historias que desde el Oeste prosperaba
entonces por el resto del país. En la anécdota, por ejemplo, del viajero que
detenía su caballo donde el lodazal de un camino se volvía infranqueable y
descubría un sombrero sobresaliendo del fango, que se agitaba. “Al viajero comenzó
a helársele la sangre, pero juntó suficiente coraje para levantar el sombrero
con su látigo de montar. ¡Cáspita! Debajo apareció la cabeza de un hombre, que
se volvió hacia él y exclamó:
“-¡Hola, forastero! ¿Quién le dijo que me hiciera
saltar el sombrero?”
Reponiéndose de la sorpresa el forastero se preparó
a bajar del animal para ayudarlo, pero el otro lo contuvo:
-”¡Oh, no se preocupe usted! Verdad es que estoy en
un aprieto, pero tengo debajo mío un excelente caballo, que me ha hecho
atravesar sobre su lomo más de un sitio peor que éste. Nos las arreglaremos.”
Se necesitaba en verdad humor, capacidad de
sacrificio y decisión para emprender una tarea que, por lo demás, para muchos
era una especie de obligación. “Consideremos el caso de los desheredados, sin
una hilacha de su propiedad, deslomándose en el trabajo y no obstante siempre
con el fantasma de la cárcel de los deudores ante su vista: ¿cómo reaccionarían
esos hombres frente a la posibilidad de recomenzar en una nueva región.” O a un
labrador que roturaba la tierra hasta agotarla o que “desde el primer día tuvo
que luchar con un suelo pobre o pedregoso”, para quienes la promesa de América
no se había cumplido o sólo en términos miserables.
Eran seres humanos que tras las flechas de los
indios encontraban a las de los mucho más peligrosos bancos, que cada poco
amenazaban aumentar los intereses o expropiar las tierras adquiridas a los
grandes concesionarios del Estado. La avanzada de los colonos entre el
Muskingum y el Ohio, pongamos por caso, había sido precedida por la compra de
derechos sobre 600 mil hectáreas, de parte de una compañía dirigida por un
general y un reverendo, a la ganga de 20 centavos por hectárea. Para el colono
los dos dólares o el dólar y cuarto al cual se redujo luego el precio -de seis
a diez tantos de ganancia, pues, para los especuladores- en principio podrían
parecer más que razonables, pensando en las virtudes de suelos, climas y aguas
a tal punto de veras anchos, favorables y abundantes que frecuentemente
permitían sembrar sin haber roturado y que entregaban dos cosechas por año.
Pero para hacerse del lote tipo, de 640 acres, la
absoluta mayoría debía recurrir al crédito de las instituciones del Este, que
medraban tan a gusto como los concesionarios. Dos o tres letras se acumulaban y
los colonos recibían los anuncios de lanzamiento, que los incitaban a la
revuelta. Así había sido desde muy pronto, en presagios de auténticos
conflictos de clase. Comenzaba la gran empresa cuando en 1786 multitudes de
granjeros, dirigidos por un capitán retirado, llevaron su coraje hasta amagar
con el asalto a un arsenal y no desistir de entrar a la mismísima Boston sino
porque milicias de honrados ciudadanos los forzaron a retirarse a los bosques y
rendirse, mientras la caballería formada por probos e iracundos estudiantes
“sembraba el terror entre las familias campesinas”. Revueltas que si entonces y
más tarde no llegaban a extremos era por la alternativa de marcharse y
recomenzar, hacia el prometedor horizonte contemplado por Jefferson.
Descendientes de esos colonos son quienes en 1846
forman el sector de soldados nativos del ejército regular estadounidense, con
los cuales departe Brian O´Donnell.-0-
Aquí, nietos, dos de nuestros cuadernos se reúnen. Lo hacen en varios puntos o deberían, pues no sabemos cuando se detendrá el relato.
Eso que acaban de leer resume a un historiador inusual, que busca el alma de Estados Unidos construida por las mayorías y quizá su buena fe sobredimensiona.
Yo lo imito hasta cierto punto, con mi delirante amor a los más, y en cambio me mesuro con las conclusiones sobre el tema o cualquier otro aquí.
Demasiado... es producto del más largo viaje que hice por la historia. Duró ocho años y nadie lo conoce, resumido en tres pequeños, indigestos volúmenes.
Al emprenderlo me aparté del camino principal tantas veces como el asombro demandaba a quien no tenía licencia para transitar tiempos y lugares que se reservan los amos de cuanto hay desde el maléfico 1492, como da en llamarlo el Mero.
Conozco dos libros sobre ese año. Presumen desentrañar misterios enormísimos. Tal vez es así y en todo caso sus autores se comportan como Colones, ellos sin justificación para sus desmesuras y con muy mala voluntad.
-He aquí las Indias -pontifican cinco siglos más tarde, contemplando Santo Domingo o Mesoamérica o un filón al sur del fantasioso Nuevo Continente.
Resultan nuevos, empobrecidos Aristóteles que dividen la tierra en dos: el Norte civilización pura y el Sur de riquezas infinitas donde toda inteligencia desfallece (caprichoso proceder siempre de las élites planetarias, que se vuelve sobre sí mismas según mudan los tiempos; hoy Grecia, el Mediterráneo entero, aparece históricamente condenado al atraso).
En aquéllos ocho años yo desviaba la ruta a capricho. ¿Qué podía concluir de un proceso tan complejo como el que perseguía, así le dedicará toda la vida?
Acabo de llevarlos hasta Corpus Christi, Texas, en 1845. Es diciembre y el gobierno estadounidense se prepara a asaltar México para llevarse dos millones de kilómetros cuadrados. Con ello inaugura una política internacional cuyos discursos por la paz y la libertad son el mejor motivo para la violencia y el despojo.
Descomunal salto en su destino manifiesto madurado durante dos siglos.
“Nosotros esperamos
fundar una nación
donde anteriormente
nada existía.”
Palabras a las que les basta un aire
sentencioso extraído de las Sagradas Escrituras, para hacer verdad ante la
historia un Cuarto Continente iluminado al antojo:
“...donde
anteriormente nada existía.”
Detrás de este discurso está Santo
Tomás Moro y su historia de Utopo, el padre de la sociedad perfecta en una isla
del vago e inconmensurable cuarto continente que en sus tiempos empezaba a
descubrirse para los cristianos. Corría el año 1516 e Inglaterra había quedado
fuera del reparto del océano por el patriarca de Roma, pero Moro, en ésta como
en muchas otras materias un adelantado, sentaba las bases para una conciencia
inglesa sobre la colonización: expropiar para su mundo el concepto de cultura
-pan y vino, cerdos y caballos, arados y carretas, ciudades y libros- y
sustentar el derecho de los “civilizados” a hacerse de las tierras de los
“salvajes”:
“Los nuevos colonos guerrean contra
quienes ofrezcan resistencia, porque tienen por justa causa de guerra que un
pueblo mantenga yermo, inútil y desierto su suelo y prohiba su uso y posesión a
los que, por ley natural, deben hallar en él su alimento.”
Moro no sospechaba, desde luego, lo
que la realidad haría tras su muerte con el sueño comunitario de la Utopía.
Inglaterra abraza la reforma Protestante, reta abiertamente las decisiones del
Papa, y su Corona, con el mismo espíritu con el cual firma patentes de corso,
da concesiones sobre territorios americanos. En 1606 un grupo de empresarios
forma la Compañía de Virginia, para explotar los lugares que dos décadas atrás
abrieron a la imaginación de la isla las correrías de Walter Raleigh.
Al llegar el invierno del segundo
año, del grupo enviado por la compañía no quedan sino unos pocos, escuálidos
seres que se preparan a entregar sus almas al Señor por el persistente retraso
de los barcos que los avituallan. Entonces sus mortales enemigos, los indios,
por obscuros designios en lugar de aniquilarlos los alimentan. En los años a
continuación las tribus cercanas, imitando a los wampanoag que reciben a los
Padres Peregrinos o Yankees de Nueva Inglaterra, les enseñan a distinguir los
peces buenos de los malos y les descubren la carne de las “gallinas de la
tierra”, con las cuales mucho después se hará un rito para recrear idílicamente
el momento. Y enseguida les hacen el gran regalo:
-Estamos hambrientos, danos de
comer- clamaron los que de ella habían nacido, y Madre Primera echó a llorar.
-¿Cómo puedo devolverte la sonrisa?-
preguntó su hombre.
-Debes matarme.
-¡No!, ¡nunca!
-Tienes que hacerlo o estaré triste
para siempre.
El joven esposo viajó hasta el fin
de la tierra, en busca del único consejo. Gran Creador fue lacónico:
-Cumple sus deseos.
Envuelto en pena el hombre reanduvo
el camino hasta donde ella lo esperaba para instruirlo:
-Lo harás mañana, cuando la luna
esté alta. Luego dejarás que nuestros hijos me arrastren por el cabello a un
hueco en la tierra y me vuelvan abajo y arriba. Esperarás a que la carne
abandone mi cuerpo, tomarás mis huesos y los enterrarás en este claro.
Y sonrió. Así, cada vez luego de
cada seis meses, cuando él y los hijos y los hijos de los hijos regresaran,
encontrarían el calvero cubierto con las altas, verdes, florecientes matas,
carne y huesos de ella, que harían olvidar el hambre y a las cuales desde
entonces se les habla amorosamente. Era el maíz, la planta milagrosa capaz de
acomodarse a cualquier clima y entregar “el jugo como leche de madre de sus
granos” en cantidades imposibles para cualquier cereal conocido en Europa. El
maíz que, como verdadera obra de los dioses, indígenas mesoamericanos habían
creado, en decenas de variedades y a fuerza de miles de años, a partir de una
“espiga” más pequeña que un renacuajo. Ese vegetal que, a diferencia del resto
de sus semejantes, no puede crecer abandonado a sí mismo, salvaje, demandando
del hombre un modesto pero inexcusable culto.
La vida de los colonos de Virginia,
de los puritanos del Mayflower, de la totalidad de los europeos que se
arriesguen a estas partes y las de sus hijos e hijas, dependerá de ella de ahí
hasta el siglo XXI. Pero no antes de que los indios les enseñen la forma de
cultivarla y aprovecharla: abrir los campos desprendiendo una franja de corteza
del tronco de los árboles, a fin de que mueran sin necesidad de cortarlos, y
prenderles fuego; cómo seleccionar las especies y los granos y sembrar sobre
las cenizas, en temporadas distintas a las acostumbradas por los europeos con
sus cereales; cómo voltear la tierra sin arruinar la planta y cómo convertir
los frutos en pan en las múltiples maneras que, conservando sus nombres
nativos, serán usuales por muchísimo tiempo entre los estadounidenses: hominy,
nonake, succotash, samp...
Pronto los virginianos reciben
además el frijol y la calabaza y empiezan a obtener de Inglaterra lo necesario
y mucho más, con otro producto cultural de la tierra que las Nuevas declaran
intocadas, yermas, precisamente, virginales: el tabaco.
De él, a cuyo lujo se entrega la
opulenta Europa colonial; del trabajo esclavo de los “sirvientes escriturados”
que llegan por vocación, por regio castigo o a través del provechoso negocio de
los cazadores de pobres de Londres, de Dublín, de Glasgow;
de la venta de
indios prisioneros de guerra a las Bermudas o las Bahamas; de las “piezas” del
África negra que permitirán la explotación en gran escala de las plantaciones;
de las tierras
tomadas a los Ponhatanes y los Delawers que habitan de la bahía de Chesapeake
al Potomac;
de allí, entre la
plaga de enfermedades desconocidas o adquiridas en los sórdidos veleros
trasatlánticos, que en las primeras épocas acaban con más de la mitad de los
emigrantes;
a punta de tesón,
de sudores personales y codazos para deslindarse de la masa de pequeños
propietarios que los caprichos de los precios europeos amenazan con la ruina;
enviando a estudiar
a los hijos a Inglaterra, para estar siempre un paso adelante en el conocimiento
de la revolución de las leyes y las costumbres, obtendrán sus propiedades y sus
blasones las más señaladas familias de Virginia. Ellas crearán un linaje
político que hegemonizará el primer medio siglo de vida independiente de los
Estados Unidos.
-0-
Digo que dos cuadernos se reúnen en la viñeta. El segundo es Para morir iguales por esas familias rumbo al primer Oeste USA; O´Donnell, sus compañeros en el ejército y las naciones indias cuyo socorro salva a los colonos de Virginia y Nueva Inglaterra.