lunes, 4 de enero de 2016

La Gran Promesa

Entre 1770 y 1830 ocho millones de hombres y mujeres de la costa atlántica siguieron la caída del sol tras los Apalaches que el gobierno británico había impuesto como barrera a la colonización, hacia la asombrosamente pródiga cuenca del Mississippi y más allá, rumbo a las Rocallosas.
La tierra, confundida, se conmovía con la avalancha humana, con su peso de carretas, caballos y embarcaciones cargados con todo lo imaginable y su brutal estrépito de hierro y madera, de disonantes voces de cerdos, reses, perros y gallinas. La prensa y las memorias de la época trataban de apresar en números la impresión del tumultuoso precipitarse atravesado por una fe en la que se creía reconocer las trompetas de plata de Moisés anunciando el reino de Israel:
“En un mes, la villa de Robbstow vio pasar 236 carretas.” “Informes provenientes de Lancaster establecen que se contaron en una semana 100 familias que cruzaron la ciudad.” “Por Eaton pasaron 511 carretas con 3,066 personas en un mes.” En el mismo Muskingum de las mágicas semillas de calabaza, un probable conocido de los Taylor contabilizaba 50 carretas en un día, mientras los ríos se sembraban de pontones, lanchones y chatas.
Era una historia de grandes esperanzas y sufrimientos. “Una familia compuesta por 8 miembros, en viaje de Maine a Indiana hizo a pie los más de 600 kilómetros a Eaton, Pennsylvania.” “Un herrero de Rhode Island, en pleno invierno cruzó Massachusetts rumbo a Albany (alrededor de 300 kilómetros). En un carrito iban algunas ropas, algunos alimentos y dos criaturas. Detrás marchaba pesadamente la madre, con un pequeñuelo en brazos y 7 niños más a su lado.” El diario de un observador daba cuenta de un par de embarcaciones improvisadas, amarradas una a otra, con cabañas construidas en lo alto, que transportaban a familias y granjas desmontadas con todos sus efectos, en una especie de hogar viajero sostenido por sus rutinas, cuyo símbolo era una anciana con anteojos que en una silla se entregaba a su tejido.
Se instalaban en un lugar que parecía bueno, otros pasaban de largo dejando el rumor de nuevos y mejores lugares. Entonces los más arriesgados o los menos favorecidos tomaban de vuelta el camino. Eran tan frecuentes las mudanzas, que un futuro presidente aseguraba que a uno de sus vecinos todos los años en primavera las gallinas se le acercaban y cruzaban las patas, aguardando que las atara para el viaje.
Un recuerdo éste, tocado por el mismo impulso de imaginación que hacía florecer con clavos a una barra de hierro y que sólo así era capaz de recoger los auténticos milagros de la aventura que en menos de medio siglo multiplicó por seis el territorio de las trece colonias primitivas. La aventura dejaba en la mentalidad del país una huella imborrable y consolidaba y definía a la democracia nativa. Así, privilegiando la anécdota, subrayando los rasgos excepcionales o caricaturescos de la realidad, vacilando entre un agrio y desenfadado humor y un gusto a Viejo Testamento, se construía una percepción del mundo, una memoria y un habla que contribuirían decisivamente al surgimiento de una religión, una conciencia y una literatura nacionales.
Una larga serie de estereotipos estadounidenses estaba ya presente en el río de historias que desde el Oeste prosperaba entonces por el resto del país. En la anécdota, por ejemplo, del viajero que detenía su caballo donde el lodazal de un camino se volvía infranqueable y descubría un sombrero sobresaliendo del fango, que se agitaba. “Al viajero comenzó a helársele la sangre, pero juntó suficiente coraje para levantar el sombrero con su látigo de montar. ¡Cáspita! Debajo apareció la cabeza de un hombre, que se volvió hacia él y exclamó:
“-¡Hola, forastero! ¿Quién le dijo que me hiciera saltar el sombrero?”
Reponiéndose de la sorpresa el forastero se preparó a bajar del animal para ayudarlo, pero el otro lo contuvo:
-”¡Oh, no se preocupe usted! Verdad es que estoy en un aprieto, pero tengo debajo mío un excelente caballo, que me ha hecho atravesar sobre su lomo más de un sitio peor que éste. Nos las arreglaremos.”
Se necesitaba en verdad humor, capacidad de sacrificio y decisión para emprender una tarea que, por lo demás, para muchos era una especie de obligación. “Consideremos el caso de los desheredados, sin una hilacha de su propiedad, deslomándose en el trabajo y no obstante siempre con el fantasma de la cárcel de los deudores ante su vista: ¿cómo reaccionarían esos hombres frente a la posibilidad de recomenzar en una nueva región.” O a un labrador que roturaba la tierra hasta agotarla o que “desde el primer día tuvo que luchar con un suelo pobre o pedregoso”, para quienes la promesa de América no se había cumplido o sólo en términos miserables.
Eran seres humanos que tras las flechas de los indios encontraban a las de los mucho más peligrosos bancos, que cada poco amenazaban aumentar los intereses o expropiar las tierras adquiridas a los grandes concesionarios del Estado. La avanzada de los colonos entre el Muskingum y el Ohio, pongamos por caso, había sido precedida por la compra de derechos sobre 600 mil hectáreas, de parte de una compañía dirigida por un general y un reverendo, a la ganga de 20 centavos por hectárea. Para el colono los dos dólares o el dólar y cuarto al cual se redujo luego el precio -de seis a diez tantos de ganancia, pues, para los especuladores- en principio podrían parecer más que razonables, pensando en las virtudes de suelos, climas y aguas a tal punto de veras anchos, favorables y abundantes que frecuentemente permitían sembrar sin haber roturado y que entregaban dos cosechas por año.
Pero para hacerse del lote tipo, de 640 acres, la absoluta mayoría debía recurrir al crédito de las instituciones del Este, que medraban tan a gusto como los concesionarios. Dos o tres letras se acumulaban y los colonos recibían los anuncios de lanzamiento, que los incitaban a la revuelta. Así había sido desde muy pronto, en presagios de auténticos conflictos de clase. Comenzaba la gran empresa cuando en 1786 multitudes de granjeros, dirigidos por un capitán retirado, llevaron su coraje hasta amagar con el asalto a un arsenal y no desistir de entrar a la mismísima Boston sino porque milicias de honrados ciudadanos los forzaron a retirarse a los bosques y rendirse, mientras la caballería formada por probos e iracundos estudiantes “sembraba el terror entre las familias campesinas”. Revueltas que si entonces y más tarde no llegaban a extremos era por la alternativa de marcharse y recomenzar, hacia el prometedor horizonte contemplado por Jefferson.
Descendientes de esos colonos son quienes en 1846 forman el sector de soldados nativos del ejército regular estadounidense, con los cuales departe Brian O´Donnell.
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Aquí, nietos, dos de nuestros cuadernos se reúnen. Lo hacen en varios puntos o deberían, pues no sabemos cuando se detendrá el relato. 
Eso que acaban de leer resume a un historiador inusual, que busca el alma de Estados Unidos construida por las mayorías y quizá su buena fe sobredimensiona.  
Yo lo imito hasta cierto punto, con mi delirante amor a los más, y en cambio me mesuro con las conclusiones sobre el tema o cualquier otro aquí.
Demasiado... es producto del más largo viaje que hice por la historia. Duró ocho años y nadie lo conoce, resumido en tres pequeños, indigestos volúmenes.  
Al emprenderlo me aparté del camino principal tantas veces como el asombro demandaba a quien no tenía licencia para transitar tiempos y lugares que se reservan los amos de cuanto hay desde el maléfico 1492, como da en llamarlo el Mero.
Conozco dos libros sobre ese año. Presumen desentrañar misterios enormísimos. Tal vez es así y en todo caso sus autores se comportan como Colones, ellos sin justificación para sus desmesuras y con muy mala voluntad. 
-He aquí las Indias -pontifican cinco siglos más tarde, contemplando Santo Domingo o Mesoamérica o un filón al sur del fantasioso Nuevo Continente. 
Resultan nuevos, empobrecidos Aristóteles que dividen la tierra en dos: el Norte civilización pura y el Sur de riquezas infinitas donde toda inteligencia desfallece (caprichoso proceder siempre de las élites planetarias, que se vuelve sobre sí mismas según mudan los tiempos; hoy Grecia, el Mediterráneo entero, aparece históricamente condenado al atraso).
En aquéllos ocho años yo desviaba la ruta a capricho. ¿Qué podía concluir de un proceso tan complejo como el que perseguía, así le dedicará toda la vida?
Acabo de llevarlos hasta Corpus Christi, Texas, en 1845. Es diciembre y el gobierno estadounidense se prepara a asaltar México para llevarse dos millones de kilómetros cuadrados. Con ello inaugura una política internacional cuyos discursos por la paz y la libertad son el mejor motivo para la violencia y el despojo. 
Descomunal salto en su destino manifiesto madurado durante dos siglos.   
“Nosotros esperamos fundar una nación
donde anteriormente nada existía.”
Palabras a las que les basta un aire sentencioso extraído de las Sagradas Escrituras, para hacer verdad ante la historia un Cuarto Continente iluminado al antojo:
“...donde anteriormente nada existía.”
Detrás de este discurso está Santo Tomás Moro y su historia de Utopo, el padre de la sociedad perfecta en una isla del vago e inconmensurable cuarto continente que en sus tiempos empezaba a descubrirse para los cristianos. Corría el año 1516 e Inglaterra había quedado fuera del reparto del océano por el patriarca de Roma, pero Moro, en ésta como en muchas otras materias un adelantado, sentaba las bases para una conciencia inglesa sobre la colonización: expropiar para su mundo el concepto de cultura -pan y vino, cerdos y caballos, arados y carretas, ciudades y libros- y sustentar el derecho de los “civilizados” a hacerse de las tierras de los “salvajes”:
“Los nuevos colonos guerrean contra quienes ofrezcan resistencia, porque tienen por justa causa de guerra que un pueblo mantenga yermo, inútil y desierto su suelo y prohiba su uso y posesión a los que, por ley natural, deben hallar en él su alimento.”
Moro no sospechaba, desde luego, lo que la realidad haría tras su muerte con el sueño comunitario de la Utopía. Inglaterra abraza la reforma Protestante, reta abiertamente las decisiones del Papa, y su Corona, con el mismo espíritu con el cual firma patentes de corso, da concesiones sobre territorios americanos. En 1606 un grupo de empresarios forma la Compañía de Virginia, para explotar los lugares que dos décadas atrás abrieron a la imaginación de la isla las correrías de Walter Raleigh.
Al llegar el invierno del segundo año, del grupo enviado por la compañía no quedan sino unos pocos, escuálidos seres que se preparan a entregar sus almas al Señor por el persistente retraso de los barcos que los avituallan. Entonces sus mortales enemigos, los indios, por obscuros designios en lugar de aniquilarlos los alimentan. En los años a continuación las tribus cercanas, imitando a los wampanoag que reciben a los Padres Peregrinos o Yankees de Nueva Inglaterra, les enseñan a distinguir los peces buenos de los malos y les descubren la carne de las “gallinas de la tierra”, con las cuales mucho después se hará un rito para recrear idílicamente el momento. Y enseguida les hacen el gran regalo:
-Estamos hambrientos, danos de comer- clamaron los que de ella habían nacido, y Madre Primera echó a llorar.
-¿Cómo puedo devolverte la sonrisa?- preguntó su hombre.
-Debes matarme.
-¡No!, ¡nunca!
-Tienes que hacerlo o estaré triste para siempre.
El joven esposo viajó hasta el fin de la tierra, en busca del único consejo. Gran Creador fue lacónico:
-Cumple sus deseos.
Envuelto en pena el hombre reanduvo el camino hasta donde ella lo esperaba para instruirlo:
-Lo harás mañana, cuando la luna esté alta. Luego dejarás que nuestros hijos me arrastren por el cabello a un hueco en la tierra y me vuelvan abajo y arriba. Esperarás a que la carne abandone mi cuerpo, tomarás mis huesos y los enterrarás en este claro.
Y sonrió. Así, cada vez luego de cada seis meses, cuando él y los hijos y los hijos de los hijos regresaran, encontrarían el calvero cubierto con las altas, verdes, florecientes matas, carne y huesos de ella, que harían olvidar el hambre y a las cuales desde entonces se les habla amorosamente. Era el maíz, la planta milagrosa capaz de acomodarse a cualquier clima y entregar “el jugo como leche de madre de sus granos” en cantidades imposibles para cualquier cereal conocido en Europa. El maíz que, como verdadera obra de los dioses, indígenas mesoamericanos habían creado, en decenas de variedades y a fuerza de miles de años, a partir de una “espiga” más pequeña que un renacuajo. Ese vegetal que, a diferencia del resto de sus semejantes, no puede crecer abandonado a sí mismo, salvaje, demandando del hombre un modesto pero inexcusable culto.
La vida de los colonos de Virginia, de los puritanos del Mayflower, de la totalidad de los europeos que se arriesguen a estas partes y las de sus hijos e hijas, dependerá de ella de ahí hasta el siglo XXI. Pero no antes de que los indios les enseñen la forma de cultivarla y aprovecharla: abrir los campos desprendiendo una franja de corteza del tronco de los árboles, a fin de que mueran sin necesidad de cortarlos, y prenderles fuego; cómo seleccionar las especies y los granos y sembrar sobre las cenizas, en temporadas distintas a las acostumbradas por los europeos con sus cereales; cómo voltear la tierra sin arruinar la planta y cómo convertir los frutos en pan en las múltiples maneras que, conservando sus nombres nativos, serán usuales por muchísimo tiempo entre los estadounidenses: hominy, nonake, succotash, samp...
Pronto los virginianos reciben además el frijol y la calabaza y empiezan a obtener de Inglaterra lo necesario y mucho más, con otro producto cultural de la tierra que las Nuevas declaran intocadas, yermas, precisamente, virginales: el tabaco.
De él, a cuyo lujo se entrega la opulenta Europa colonial; del trabajo esclavo de los “sirvientes escriturados” que llegan por vocación, por regio castigo o a través del provechoso negocio de los cazadores de pobres de Londres, de Dublín, de Glasgow;
de la venta de indios prisioneros de guerra a las Bermudas o las Bahamas; de las “piezas” del África negra que permitirán la explotación en gran escala de las plantaciones;
de las tierras tomadas a los Ponhatanes y los Delawers que habitan de la bahía de Chesapeake al Potomac;
de allí, entre la plaga de enfermedades desconocidas o adquiridas en los sórdidos veleros trasatlánticos, que en las primeras épocas acaban con más de la mitad de los emigrantes;
a punta de tesón, de sudores personales y codazos para deslindarse de la masa de pequeños propietarios que los caprichos de los precios europeos amenazan con la ruina;
enviando a estudiar a los hijos a Inglaterra, para estar siempre un paso adelante en el conocimiento de la revolución de las leyes y las costumbres, obtendrán sus propiedades y sus blasones las más señaladas familias de Virginia. Ellas crearán un linaje político que hegemonizará el primer medio siglo de vida independiente de los Estados Unidos.
Unos más y otros menos, sin duda todos los virginianos recordarán con respeto las palabras de las Nuevas, en las cuales se recoge el espíritu del derecho natural esgrimido por Moro. Un sentido de destino manifiesto que dirige la colonización y la independencia y que en los 1820 ha empezado a encontrar una última, acabada versión, durante el gobierno de un genuino, liberal, virginiano caballero: James, el de la doctrina, Monroe.
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Digo que dos cuadernos se reúnen en la viñeta. El segundo es Para morir iguales por esas familias rumbo al primer Oeste USA; O´Donnell, sus compañeros en el ejército y las naciones indias cuyo socorro salva a los colonos de Virginia y Nueva Inglaterra.