martes, 7 de mayo de 2019

¿Rebelión o conquista? (Anexo)


Olvidé los motivos para escribir esto.
(¿Qué es, qué hace?, se preguntó Quien jamás pierde el estilo en un curso donde me ocultaba abriendo y cerrando el local sindical escogido por mí tras alentar al ponente.)
Va de anexo pues como está no cabe. Buscaba otra cosa y lo topé.
(Que alguien corrija, ¿no?) 

“Le parte el yelmo, le parte el cabezal y le
raja la faz entre los ojos y todo el cuerpo hasta las bragas. A través de la silla, incrustada en oro, la espada alcanza al caballo. Le parte el espinazo sin buscar la juntura, y lo derriba ya muerto en el prado, sobre la hierba espesa. (...) Tiene ensangrentados la cota, sus dos brazos y su buen corcel... (Y todavía a otro) le hace saltar del cráneo los dos ojos, y se esparcen los sesos hasta los pies.1

Quería impresionarlos, no decir una sola palabra mía y que hablaran los tiempos, como en el párrafo anterior. Así saldrían de aquí teniendo una idea de cuán distinto, grandioso, brutal, mágico, es el pasado, y no pudieran nunca más referirse a la historia simplonamente, como lo que solo quedó atrás. No tuve tiempo. Les pido que mientras escuchen no olviden esas imágenes de brazos desprendidos, ojos en los cuales se clava para siempre una espada, y cráneos y vientres reventándose, gritos de furia y dolor, dolor terrible, entre aromas agrios, a sangre, que se saborea... la sangre... olfateada por moscas con desesperación, esperando el momento de emborracharse con ella (...) Las moscas y “las aves carniceras, que encendidos sus bríos, excitadas (...) volaban a ras de los hombres y de las bestias, mientras los coyotes y los chacales saltaban sobre las zanjas y los hoyancos y con sus propios colmillos se herían la carne de los labios”(...) resollando, bufando, ansiosos, por el espectáculo y, siempre, el olor a sangre, que llenaba el aire.

¿Rebelión o conquista? Esto se preguntan algunos historiadores cuando revisan el momento en que Hernán Cortés controla el corazón mesoamericano.


Nosotros, aquí reunidos, ¿combinación de indígenas y españoles, en la piel, el idioma, los hábitos?. Nosotros, fracturados, internamente, pues provenimos de indígenas a quienes se desprecia calificándolos de bárbaros sin Dios, y de españoles "atrasados y brutales". Somos más bien México Profundo, algo muy distinto.

¿Rebelión o conquista, pues?

(USANDO MAPA)

Como ustedes saben, esta es, más o menos, la región que en 1519, a la llegada de Cortés, ocupan las culturas mesoamericanas. Culturas que forman uno de los seis grandes centros civilizatorios. Son muy avanzadas en muchos sentidos, con grandes ciudades, algunas de las cuales compiten ventajosamente con las europeas.  Cuando menos hay allí veinticinco millones de seres humanos, conforme a investigadores estadounidenses.

Esta otra región es de los pueblos nómadas o seminómadas, que se dedican esencialmente a la caza y recolección. Aquí, hasta lo que es hoy Zacatecas, debe haber, cuando mucho, 200 mil personas.

En su mejor momento los castellanos del conquistador apenas superan los mil hombres. Y les basta poco más de un año para tomar Tenochtitlan, el corazón, y en diez se someten a casi toda Mesoamérica.

En cambio, a los ejércitos españoles de poco después, generosamente engrosados con indígenas cultos, les llevará medio siglo dominar los territorios nómadas. ¿Cómo es posible contraste?

La primera expedición española que topo estas tierras fue la de Hernández de Córdoba. Con él iba Bernal Díaz del Castillo, quien más tarde, en uno de los mejores y el más entretenido testimonio contemporáneo, recordó este momento: “Ya el día claro vimos venir por la costa muchos más indios guerreros, con sus banderas tendidas, y penachos y atambores y luego hicieron sus escuadrones y nos cercaron por todas partes, y nos daban tales rociadas de flechas y varas, y piedras tiradas con hondas, que hirieron sobre ochenta de nuestros soldados... Y viendo nuestro capitán que no bastaba nuestro buen pelear...” los regresó a los barcos para huir. Y así, batalla tras batalla, casi todas perdidas, cada vez que se acercan a la playa, van Hernández de Córdoba y su gente, costa del Golfo arriba, sin penetrar nunca tierra adentro.

Al año siguiente una segunda expedición, con iguales resultados: “Pues que llegados que llegamos a tierra nos comenzaron a flechar, y con las lanzas a dar a manteniente (...) y tales rociadas de flechas nos dieron, que antes de que tocásemos tierra hirieron a la mitad de nuestros soldados”.

Sí, los mal llamados indios nunca vieron a hombres como esos, ni un caballos y armas de acero y fuego. Y no dudan en hacerles la guerra, y vencerlos.

¿Por qué entonces es tan diferente la historia de Hernán Cortés, a quien le bastan unos meses para llegar al mismísimo centro mesoaméricano, sin perder sino a un par de hombres?  ¡Gracias a su inteligencia y valor? ¿Puede explicarse así la gigantesca diferencia entre esas expediciones?

Aunque para ser exactos, no todo fue quebranto en ellas. Así se enteraron los españoles que más allá de las playas había ciudades, enormes riquezas, un Gran Señor. La última no halló sino fue hallada por los representantes de Moctezuma. Van los barcos, dice Bernal, dando tumbos por San Juan de Ulúa, cuando ven un increíble espectáculo: “estaban en posta y vela muchos indios en aquel río, con unas varas muy largas y en cada vara una bandera de manta de algodón, blanca, enarbolándolas y llamándonos... que fuésemos adonde estaban... y nos admiramos...”

Los pequeños pueblos costeños del sureste intuyeron sus intenciones ipso facto, y les hicieron la guerra, derrotándolos. En cambio, los representantes del “imperio” -concepto no indígena, por cierto-, que considerando al número de hombres bajo su control es tan grande como el antiguo imperio romano; él, pues, que casi todo lo puede en estas tierras, no sólo no ataca, sino invita.

Tomemos a los Augurios que según fray Bernardino de Sahagún advirtieron la llegada de los conquistadores. Fueron siete señales,  dice en su monumental trabajo. Hace poco un historiador francés parece haber demostrado que no hubo tales anuncios2; que no están sino en el libro de Sahagún, porque tenían que estar. Porque era el tipo de señales con los cuales en distintos momentos la Biblia anunciaba el aperoxiamiento de la palabra divina.

El sentido común parece darle la razón al historiador. Piensen, por ejemplo, en el augurio del cometa. Aparece y los naturales, aterrorizados, ven en él la señal. ¿Cómo, si forman parte de una civilización que conoce el cielo quizá más que cualquiera otra y registraron montones de esos astros con caudas? ¿Por qué ése tenía que ser distinto, meterles miedo y advertirles?

Como sea, el imperio azteca o mexica es quien busca a los españoles y no al revés. ¿Por qué? La forma en que los recibe nos indica ya algo: los enviados de Moctezuma, vestidos señorialmente, sentados sobre finísimas esteras, trajeron comida para un banquete y “braseros” con copal para limpiar a los extraños, en cortés señal. La contestación que el representante de Moctezuma da a Grijalba es una indicación más clara: “Acabas de llegar y ya quieres hablar con nuestro señor”, exclama entre admirado y molesto, como diciéndole: ¿Tú, gusano, pretendes ver al más grande mortal?; ¿te has vuelto loco?

El propio Bernal interpreta a presencia de embajadores de Moctezuma en costas veracruzanas, por los informes que el señor mexicas recibió hace meses sobre extraños surcando el mar. También así explica el interés del “emperador” por conocer con detalle los rarísimos acontecimientos.

No puede hacer menos, pensemos. De ese modo habría procedido un califa musulmán o un emperador chino o europeo. Él, el de la dignidad más alta sobre este planeta.

Porque América es eso entonces: un planeta, y los mexicas un continente que sólo sabe de sus cercanos: el nómada de las planicies norteñas o perteneciente a naciones agrícolas del oriente norteamericano, o el que dominan los sureños incas.

Planeta que europeos occidentales, o chinos, hindúes o musulmanes, ni siquiera imaginaban hace pocos años antes. Continentes, estos aparecidos por accidente a los ojos de un Colón que quería convencerse de algo absurdo según sabían academias bizantinas, islámicas, etcétera: la tierra era una tercera parte menor a lo calculado. Perdonemos al almirante, procurando los casi míticos países sugeridos por Marco Polo, hasta enloquecer durante un buen tiempo, negándose a reconocer que falló.

Así dice un historiador: “el encuentro de América por los europeos es un acontecimiento que no tiene comparación, siquiera, con los viajes interplanetarios de nuestro tiempo”.

En las playas de Veracruz, cara a cara indios y españoles, es un encuentro entre marcianos y venusinos, digamos. 

El amo de este continente no podía menos que esforzarse en conocer las intenciones de esos auténticos ETs.

Así, sin percibirlo, les muestra las claves y abre sus puerta. Justo por lo contrario a la superstición pesimista de la cual se le acusa. No tenía motivos para temer, siquiera antes de reunirse con Cortés. Él y su civilización son demasiado fuertes para temer a un puñado de seres surgidos de la nada, humanos o personajes fantásticos creados con carne y hueso, y así mortales.

Y Moctezuma les abría la puerta, piensan los historiadores, porque les permitía descubrir que éste, que era un mundo en sí, con un fondo cultural común, estaba dividido, como todos los mundos. Como estaba y sigue dividida la propia Europa, que en nuestro siglo ha estallado en dos grandes, brutales guerras, y en la que recientemente muchos de los propios países son destruidos por las distintas naciones étnicas o religiosas que los habían formado.

Lo que vino inmeditamente después todos lo sabemos: como Tenochtitlan-Tlaltelolco fue asaltada por doscientos miles de guerreros tlaxcaltecas y perteneciente a otros pueblos, que así no se vendían a los extraños.

¿Cómo, a ellos, tan pocos, incluso si detrás hubiera otro mundo? Serían sus aliados o, si acaso, sus nuevos señores. ¿Y? ¿Se destruiría su mundo por eso? ¿Acabaría así, a lo fácil, una historia que tenía cuatro o cinco mil años?

Cuando el continente se dio cuenta, era tarde. Primero lo hiciero, por supuesto, los propios aztecas. Abandonando su ciudad destruida por batallas, epidemias naturales y animadas, y hambre, uno escribió el poema que todos hemos escuchado: “Luego, ¿fue verdad?”, se pregunta sin salir de su asombro, contestándose: “Y nos queda por herencia una red de agujeros (...) Y nos queda por herencia una red de agujeros.”

Enrique Florescano, historiador políticamente detestable, escribió un estupendo libro: Memoria Mexicana. Sigue la historia de cómo se desquició por completo el universo indígena. La memoria, el presente, el futuro, volaron por los aires. Diez años después estos lugares eran irreconocibles. Como la Zempoala que Bernal Díaz del Castillo asegura confundieron con una ciudad de plata, bien poblada y muy activida, cuyos registros una década más tarde encuentran casi sin plantas y unas cuantas, fantasmales familias que mal arrastran la vida.

Aunque también, claro, por el trabajo. Los apenas centenares de españoles de los primeros momentos y los pocos miles de después, vieron crecer en torno suyo, gracias a los conocimientos, a la habilidad manual, a la asombrosa organización del trabajo y a la inigualable agricultura indígena, en sólo cincuenta años, decenas de ciudades con magníficas casonas, centenares de sólidos templos, montones de centros mineros y manufactureros, carreteras y casi todo lo imaginable. Algo que según otro historiador estadounidense, en Europa habría tomado siglos levantar, a un ritmo que no tendrá igual en la historia hasta la Revolución Industrial, cuyo costo pudo pagar por entero, pues eran equivalentes.

A cien años de la conquista, ¿o rebelión de pueblos sometidos?, del 85 al 95% de la población mesoamericana, de acuerdo a quien haga las cuentas, habrá desaparecido.

Y con todo, seguirá siendo, hasta los tiempos de la Revolución de 1910, la parte mayoritaria, con mucho, de la población. También porque a partir del peor momento empezará a crecer de nuevo, con un vigor que Europa no conocerá sino hasta mucho después. Crecerá esta población indígena y, reinventando las ruinas de sus culturas, se formará nuevas explicaciones sobre el pasado, sobre el hombre y el mundo, y nuevas identidades. Como se esfuerza en explicar Enrique Florescano, en Memoria Mexicana. Todos los pueblos, dicen él y otros; todos los pueblos, a través de los que conocemos como Títulos Primordiales, que los pueblos indios escriben para demostrar el derecho a las tierras que ocupan o que recuerdan les han sido robadas, hacen una reinterpretación de su historia y de su lugar en la tierra. Y no sólo en los Títulos Primordiales, sino en auténticos trabajos de sistematización y reflexión sobre su historia. Como el Popol Vuh de los mayas, que todos reconocen como el libro indígena más importante de América, y que fue escrito, aparentemente, más de un siglo después de la conquista (¿o rebelión de pueblos sometidos?). O el Chilam Balam. Libros en los que directa o indirectamente los que llegaron, los extraños, aparecen, en imágenes extraordinarias, como los destructores del universo indígena, del universo indígena en su totalidad, que entonces renace:

“Después Hunahpú e Ixbalanqué –dice el Popol Vuh como final- fueron a la tierra de Pucbal Chah, donde estaban enterrados los Aphu. Allí recibieron el parecido de sus caras, de sus ojos y de sus sentimientos. Allí conocieron también el secreto de sus corazones. Entonces dijeron delante del viento, que se detuvo para oirlos:

“-Nosotros somos los vengadores de la muerte. Nuestra estirpe no se extinguirá mientras haya luz en el lucero de la mañana.”  

Eso, los indígenas, que sobre todo en el siglo pasado empezaron a mezclarse en gran número con el resto de la población. Y que de todas formas habían contribuido decisivamente a la construcción de esta sociedad toda, de este México todo.

Casi para terminar, quisiera recordar el libro de un antropólogo mexicano de nuestra época, que murió antes de tiempo. México Profundo, se llama, y lo escribió Guillermo Bonfil. En él libro, Bonfil intenta probar que desde la conquista (¿o rebelión de pueblos sometidos?), se crearon dos México que no están realmente separados, que nos involucran a todos. Dos México que son, sobre todo, dos formas de vivir y de entender al país y al mundo. Uno de ellos, dice Guillermo Bonfil, es el del título de su libro, el México Profundo. Un México que recoge a las culturas mesoamericanas y no sólo mesoamericanas, sino también yaquis o tarahumaras, por ejemplo, y se construye sobre ellas, adecuándose a los tiempos. Este México sería el que, según Guillermo Bonfil, sostiene al país, aunque se le desprecia, para imponerle al otro, al México que llama Imaginario, el que viene de la cultura occidental, negándonos la oportunidad de hacer uso de sus alternativas, ideas, caminos, las del México Profundo, que Bonfil está convencido son las únicas que nos salvan o pueden salvarnos realmente, sobre todo en momentos de crisis.

En todo caso, este antropólogo coincide con un gran número de filósofos, historiadores y escritores, en que la nuestra es una nacionalidad rota, fracturada, desde la raíz, y que vamos de un extremo al otro, de lo indígena a lo español, de lo español a lo indígena, sin encontrarnos.

Mi intención al pedirles recordar, cuando comenzamos una mezcla de sangrientas imágenes de la literatura europea e indígena, procuraba ponerlos en contacto con algo vivo, que huele y sabe.