Olvidé los motivos para escribir esto.
(¿Qué es, qué hace?, se preguntó Quien jamás pierde el estilo en un curso donde me ocultaba abriendo y cerrando el local sindical escogido por mí tras alentar al ponente.)
Va de anexo pues como está no cabe. Buscaba otra cosa y lo topé.
(Que alguien corrija, ¿no?)
(¿Qué es, qué hace?, se preguntó Quien jamás pierde el estilo en un curso donde me ocultaba abriendo y cerrando el local sindical escogido por mí tras alentar al ponente.)
Va de anexo pues como está no cabe. Buscaba otra cosa y lo topé.
(Que alguien corrija, ¿no?)
“Le parte el
yelmo, le parte el cabezal y le
raja la faz entre los ojos y todo el cuerpo hasta las bragas. A través de la silla, incrustada en oro, la espada alcanza al caballo. Le parte el espinazo sin buscar la juntura, y lo derriba ya muerto en el prado, sobre la hierba espesa. (...) Tiene ensangrentados la cota, sus dos brazos y su buen corcel... (Y todavía a otro) le hace saltar del cráneo los dos ojos, y se esparcen los sesos hasta los pies.1”
raja la faz entre los ojos y todo el cuerpo hasta las bragas. A través de la silla, incrustada en oro, la espada alcanza al caballo. Le parte el espinazo sin buscar la juntura, y lo derriba ya muerto en el prado, sobre la hierba espesa. (...) Tiene ensangrentados la cota, sus dos brazos y su buen corcel... (Y todavía a otro) le hace saltar del cráneo los dos ojos, y se esparcen los sesos hasta los pies.1”
Quería
impresionarlos, no decir una sola palabra mía y que hablaran los
tiempos, como en el párrafo anterior. Así saldrían de aquí
teniendo una idea de cuán distinto, grandioso, brutal, mágico,
es el pasado, y no pudieran nunca más referirse a la historia simplonamente, como
lo que solo quedó atrás. No tuve tiempo. Les pido que
mientras escuchen no olviden esas imágenes de brazos desprendidos, ojos en los cuales se clava para siempre una espada,
y cráneos y vientres reventándose, gritos de furia y dolor, dolor terrible, entre aromas agrios, a sangre, que se saborea... la sangre... olfateada por
moscas con desesperación, esperando el momento de emborracharse con ella (...) Las
moscas y “las aves carniceras, que encendidos sus bríos, excitadas (...) volaban a
ras de los hombres y de las bestias, mientras los coyotes y los chacales
saltaban sobre las zanjas y los hoyancos y con sus propios colmillos se herían
la carne de los labios”(...) resollando, bufando, ansiosos, por el espectáculo y,
siempre, el olor a sangre, que llenaba el aire.
¿Rebelión o
conquista? Esto se preguntan algunos historiadores cuando revisan el momento
en que Hernán Cortés controla el corazón mesoamericano.
Nosotros, aquí
reunidos, ¿combinación de indígenas y españoles, en la piel, el idioma, los hábitos?. Nosotros, fracturados, internamente, pues provenimos de indígenas a quienes se desprecia calificándolos de
bárbaros sin Dios, y de españoles "atrasados y brutales". Somos más bien México Profundo, algo muy distinto.
¿Rebelión o
conquista, pues?
(USANDO MAPA)
Como ustedes
saben, esta es, más o menos, la región que en 1519, a la llegada de Cortés,
ocupan las culturas mesoamericanas. Culturas que forman uno de los seis grandes
centros civilizatorios. Son muy avanzadas en muchos sentidos,
con grandes ciudades, algunas de las cuales compiten ventajosamente con las europeas. Cuando menos hay allí veinticinco millones de
seres humanos, conforme a investigadores estadounidenses.
Esta otra
región es de los pueblos nómadas o seminómadas, que se dedican esencialmente a
la caza y recolección. Aquí, hasta lo que es hoy Zacatecas, debe haber, cuando
mucho, 200 mil personas.
En su mejor momento los castellanos del conquistador apenas superan los mil hombres. Y les basta
poco más de un año para tomar Tenochtitlan, el corazón, y en diez se someten a casi toda Mesoamérica.
En cambio, a
los ejércitos españoles de poco después, generosamente engrosados con indígenas cultos, les llevará medio siglo dominar los territorios nómadas. ¿Cómo es
posible contraste?
La primera
expedición española que topo estas tierras fue la de Hernández de Córdoba. Con él iba Bernal Díaz del Castillo, quien más tarde, en
uno de los mejores y el más entretenido testimonio contemporáneo, recordó este
momento: “Ya el día claro vimos venir por la costa muchos más indios guerreros,
con sus banderas tendidas, y penachos y atambores y luego hicieron sus
escuadrones y nos cercaron por todas partes, y nos daban tales rociadas de
flechas y varas, y piedras tiradas con hondas, que hirieron sobre ochenta de
nuestros soldados... Y viendo nuestro capitán que no bastaba nuestro buen
pelear...” los regresó a los barcos para huir. Y así, batalla tras batalla,
casi todas perdidas, cada vez que se acercan a la playa, van Hernández de
Córdoba y su gente, costa del Golfo arriba, sin penetrar nunca tierra adentro.
Al año
siguiente una segunda expedición, con iguales resultados: “Pues que llegados
que llegamos a tierra nos comenzaron a flechar, y
con las lanzas a dar a manteniente (...) y tales rociadas de flechas nos
dieron, que antes de que tocásemos tierra hirieron a la mitad de nuestros
soldados”.
Sí, los mal
llamados indios nunca vieron a hombres como esos, ni un caballos y armas de
acero y fuego. Y no dudan en hacerles la guerra, y vencerlos.
¿Por qué
entonces es tan diferente la historia de Hernán Cortés, a quien le bastan unos
meses para llegar al mismísimo centro mesoaméricano, sin perder sino a un par de
hombres? ¡Gracias a su inteligencia y
valor? ¿Puede explicarse así la gigantesca diferencia entre esas expediciones?
Aunque para ser
exactos, no todo fue quebranto en ellas. Así se enteraron los españoles que
más allá de las playas había ciudades, enormes riquezas, un Gran Señor. La última
no halló sino fue hallada por los representantes de Moctezuma. Van los barcos,
dice Bernal, dando tumbos por San Juan de Ulúa, cuando ven un increíble espectáculo:
“estaban en posta y vela muchos indios en aquel río, con unas varas muy largas
y en cada vara una bandera de manta de algodón, blanca, enarbolándolas y
llamándonos... que fuésemos adonde estaban... y nos admiramos...”
Los pequeños
pueblos costeños del sureste intuyeron sus intenciones ipso facto, y les hicieron
la guerra, derrotándolos. En cambio, los representantes del “imperio” -concepto
no indígena, por cierto-, que considerando al número de hombres bajo su control
es tan grande como el antiguo imperio romano; él, pues, que casi todo lo puede
en estas tierras, no sólo no ataca, sino invita.
Tomemos a los
Augurios que según fray Bernardino de Sahagún advirtieron la
llegada de los conquistadores. Fueron siete señales, dice en su monumental
trabajo. Hace poco un historiador francés parece haber demostrado
que no hubo tales anuncios2; que no están sino en el libro de Sahagún, porque
tenían que estar. Porque era el tipo de señales con los cuales en distintos momentos
la Biblia anunciaba el aperoxiamiento de la palabra divina.
El sentido
común parece darle la razón al historiador. Piensen, por ejemplo, en el augurio
del cometa. Aparece y los naturales, aterrorizados, ven en él la señal.
¿Cómo, si forman parte de una civilización que conoce el cielo quizá más que cualquiera
otra y registraron montones de esos astros con caudas? ¿Por qué ése tenía que
ser distinto, meterles miedo y advertirles?
Como sea, el
imperio azteca o mexica es quien busca a los españoles y no al revés. ¿Por qué? La
forma en que los recibe nos indica ya algo: los enviados de Moctezuma, vestidos
señorialmente, sentados sobre finísimas esteras, trajeron comida para un banquete
y “braseros” con copal para limpiar a los extraños, en cortés señal. La
contestación que el representante de Moctezuma da a Grijalba es una indicación
más clara: “Acabas de llegar y ya quieres hablar con nuestro señor”, exclama
entre admirado y molesto, como diciéndole: ¿Tú, gusano, pretendes ver al más
grande mortal?; ¿te has vuelto loco?
El propio
Bernal interpreta a presencia de embajadores de Moctezuma en costas veracruzanas,
por los informes que el señor mexicas recibió hace meses sobre extraños surcando el mar. También así explica el interés del
“emperador” por conocer con detalle los rarísimos acontecimientos.
No puede hacer
menos, pensemos. De ese modo habría procedido un califa musulmán o un emperador chino o
europeo. Él, el de la dignidad más alta sobre este planeta.
Porque América
es eso entonces: un planeta, y los mexicas un continente que sólo sabe de sus cercanos:
el nómada de las planicies norteñas o perteneciente a naciones agrícolas del oriente
norteamericano, o el que dominan los sureños incas.
Planeta que europeos
occidentales, o chinos, hindúes o musulmanes, ni siquiera imaginaban hace pocos
años antes. Continentes, estos aparecidos por accidente a los ojos de un Colón
que quería convencerse de algo absurdo según sabían academias bizantinas, islámicas,
etcétera: la tierra era una tercera parte menor a lo calculado. Perdonemos al
almirante, procurando los casi míticos países sugeridos por Marco Polo, hasta
enloquecer durante un buen tiempo, negándose a reconocer que falló.
Así dice un
historiador: “el encuentro de América por los europeos es un acontecimiento que
no tiene comparación, siquiera, con los viajes interplanetarios de nuestro
tiempo”.
En las playas
de Veracruz, cara a cara indios y españoles, es un encuentro entre marcianos y
venusinos, digamos.
El amo de este continente
no podía menos que esforzarse en conocer las intenciones de esos auténticos ETs.
Así, sin percibirlo,
les muestra las claves y abre sus puerta. Justo por lo contrario a la
superstición pesimista de la cual se le acusa. No tenía motivos para temer,
siquiera antes de reunirse con Cortés. Él y su civilización son demasiado
fuertes para temer a un puñado de seres surgidos de la nada, humanos o
personajes fantásticos creados con carne y hueso, y así mortales.
Y Moctezuma les
abría la puerta, piensan los historiadores, porque les permitía descubrir que
éste, que era un mundo en sí, con un fondo cultural común, estaba dividido,
como todos los mundos. Como estaba y sigue dividida la propia Europa, que en
nuestro siglo ha estallado en dos grandes, brutales guerras, y en la que
recientemente muchos de los propios países son destruidos por las distintas
naciones étnicas o religiosas que los habían formado.
Lo que vino
inmeditamente después todos lo sabemos: como
Tenochtitlan-Tlaltelolco fue asaltada por doscientos miles de guerreros tlaxcaltecas y perteneciente a otros pueblos, que así no se vendían a
los extraños.
¿Cómo, a ellos, tan pocos, incluso si detrás hubiera otro
mundo? Serían sus aliados o, si acaso, sus nuevos señores. ¿Y? ¿Se destruiría su mundo por eso? ¿Acabaría así, a lo fácil, una historia que
tenía cuatro o cinco mil años?
Cuando el continente se dio cuenta, era tarde. Primero lo hiciero, por supuesto, los propios aztecas. Abandonando su ciudad destruida por
batallas, epidemias naturales y animadas, y hambre, uno escribió el poema que todos hemos escuchado: “Luego, ¿fue verdad?”, se pregunta sin salir
de su asombro, contestándose: “Y
nos queda por herencia una red de agujeros (...) Y nos queda por herencia una red
de agujeros.”
Enrique
Florescano, historiador políticamente detestable, escribió un estupendo libro: Memoria
Mexicana. Sigue la historia de cómo se desquició por completo el universo
indígena. La memoria, el presente, el futuro, volaron por los aires. Diez
años después estos lugares eran irreconocibles. Como la Zempoala que Bernal
Díaz del Castillo asegura confundieron con una ciudad de plata, bien poblada y muy activida, cuyos registros una década más tarde encuentran casi sin plantas y unas cuantas, fantasmales familias que
mal arrastran la vida.
Aunque también,
claro, por el trabajo. Los apenas centenares de españoles de los primeros momentos
y los pocos miles de después, vieron crecer en torno suyo, gracias a los
conocimientos, a la habilidad manual, a la asombrosa organización del trabajo y
a la inigualable agricultura indígena, en sólo cincuenta años, decenas de
ciudades con magníficas casonas, centenares de sólidos templos, montones de
centros mineros y manufactureros, carreteras y casi todo lo imaginable. Algo
que según otro historiador estadounidense, en Europa habría tomado siglos
levantar, a un ritmo que no tendrá igual en la historia hasta
la Revolución Industrial, cuyo costo pudo pagar por entero, pues eran equivalentes.
A cien años de
la conquista, ¿o rebelión de pueblos sometidos?, del 85 al 95% de la población
mesoamericana, de acuerdo a quien haga las cuentas, habrá desaparecido.
Y con todo,
seguirá siendo, hasta los tiempos de la Revolución de 1910, la parte
mayoritaria, con mucho, de la población. También porque a partir del peor
momento empezará a crecer de nuevo, con un vigor que Europa no conocerá sino
hasta mucho después. Crecerá esta población indígena y, reinventando las ruinas
de sus culturas, se formará nuevas explicaciones sobre el pasado, sobre el
hombre y el mundo, y nuevas identidades. Como se esfuerza en explicar Enrique
Florescano, en Memoria Mexicana. Todos los pueblos, dicen él y otros; todos los
pueblos, a través de los que conocemos como Títulos Primordiales, que los
pueblos indios escriben para demostrar el derecho a las tierras que ocupan o
que recuerdan les han sido robadas, hacen una reinterpretación de su historia y
de su lugar en la tierra. Y no sólo en los Títulos Primordiales, sino en
auténticos trabajos de sistematización y reflexión sobre su historia. Como el
Popol Vuh de los mayas, que todos reconocen como el libro indígena más
importante de América, y que fue escrito, aparentemente, más de un siglo
después de la conquista (¿o rebelión de pueblos sometidos?). O el Chilam Balam.
Libros en los que directa o indirectamente los que llegaron, los extraños,
aparecen, en imágenes extraordinarias, como los destructores del universo
indígena, del universo indígena en su totalidad, que entonces renace:
“Después
Hunahpú e Ixbalanqué –dice el Popol Vuh como final- fueron a la tierra de
Pucbal Chah, donde estaban enterrados los Aphu. Allí recibieron el parecido de
sus caras, de sus ojos y de sus sentimientos. Allí conocieron también el
secreto de sus corazones. Entonces dijeron delante del viento, que se detuvo
para oirlos:
“-Nosotros
somos los vengadores de la muerte. Nuestra estirpe no se extinguirá mientras
haya luz en el lucero de la mañana.”
Eso, los
indígenas, que sobre todo en el siglo pasado empezaron a mezclarse en gran
número con el resto de la población. Y que de todas formas habían contribuido
decisivamente a la construcción de esta sociedad toda, de este México todo.
Casi para
terminar, quisiera recordar el libro de un antropólogo mexicano de nuestra
época, que murió antes de tiempo. México Profundo, se llama, y lo escribió
Guillermo Bonfil. En él libro, Bonfil intenta probar que desde la conquista (¿o
rebelión de pueblos sometidos?), se crearon dos México que no están realmente
separados, que nos involucran a todos. Dos México que son, sobre todo, dos
formas de vivir y de entender al país y al mundo. Uno de ellos, dice Guillermo
Bonfil, es el del título de su libro, el México Profundo. Un México que recoge
a las culturas mesoamericanas y no sólo mesoamericanas, sino también yaquis o
tarahumaras, por ejemplo, y se construye sobre ellas, adecuándose a los
tiempos. Este México sería el que, según Guillermo Bonfil, sostiene al país,
aunque se le desprecia, para imponerle al otro, al México que llama Imaginario,
el que viene de la cultura occidental, negándonos la oportunidad de hacer uso
de sus alternativas, ideas, caminos, las del México Profundo, que Bonfil está
convencido son las únicas que nos salvan o pueden salvarnos realmente, sobre
todo en momentos de crisis.
En todo caso,
este antropólogo coincide con un gran número de filósofos, historiadores y
escritores, en que la nuestra es una nacionalidad rota, fracturada, desde la
raíz, y que vamos de un extremo al otro, de lo indígena a lo español, de lo
español a lo indígena, sin encontrarnos.
Mi intención al
pedirles recordar, cuando comenzamos una mezcla de sangrientas imágenes de la
literatura europea e indígena, procuraba ponerlos en contacto con algo vivo,
que huele y sabe.