lunes, 26 de octubre de 2015

El Sostén del Cielo y sus cenizas

En 1763 el jefe Pontiac y sus médicos-profetas recibían el mensaje del Amo de la Vida y lo lanzaban al viento: los blancos no son huéspedes de un momento; han llegado para hacerse amos de todo y es preciso liquidarlos. Pero veinte años después sus palabras no habían alcanzado el nuevo reto que alrededor de las sagradas montañas cheroquies se abría a la colonización.
El de los indios de Norteamérica es un mundo. Un mundo de leyes particulares, con su par de continentes separados por el río Mississippi, y sus países a montones.
Pontiac había hablado desde la nación de los Ottawas, hacia los Grandes Lagos donde se fijaría la frontera de Canadá.
Allí donde mucho después la memoria aseguraría que el primero de los hombres debió vencer a gigantes y magos, al espíritu de la noche y a una corte de demonios, duendes, brujas y caníbales. Lo aseguraría sin saberlo a lo cierto, pues pasada la mesiánica rebelión no quedaría siquiera lo suficiente para crear una reserva y las viejas leyendas serían una confusión de estampas desdibujadas por los años y de exóticas interpretaciones blancas. De qué manera saber así, por ejemplo, cómo era en verdad Gran Conejo, su magia y los prodigios de los espesos bosques que recorría a saltos de kilómetro.
En todo caso el país de Pontiac, a pesar de su vida aldeana y sus campos de maíz, comunes al conjunto de los pueblos al Este del Mississippi, estaba a una gran distancia física y mental de las naciones cheroquies. Estos últimos hijos naturales de los Apalaches habían sido amos de los enormes territorios que caen a un lado y a otro de las montañas. Descendían de la gran cultura que cuatro siglos antes de la llegada de los europeos había florecido en los campos del sudeste: la de centros de incipiente vida urbana, con sus plazas, sus templos ceremoniales y sus residencias para las elites, en torno de los cuales se desgranaban las aldeas y las huertas irrigadas.
A diferencia de la mayoría de los pueblos de Este medio norteamericano, ellos apenas hacia mediados del siglo XVIII habían enfrentado el gran choque con los extraños. Eran extraños absolutos, no comparables ni con los nómadas del país fantasma, la Tierra de Sombras del Oeste, justo tras el sagrado Mississippi, que según una leyenda descendían de la tribu que se negó a seguir los consejos del dios fundador vuelto hombre y no conocían el cultivo de las plantas, los secretos de los cestos o el favor de las plegarias.
Los otros, cósmicos forasteros venían de más lejos todavía que el Galun´lati, el confín al cual fue expulsado Uktena, el monstruo del agua, haciendo vacilar las historias de los ancianos. Pero los cheroquies trataron con los blancos y buscaron sacar partido de la situación, vendiéndoles los derechos de una buena parte de sus campos. ¿Por qué no si a pesar de la constancia secular de su vida aldeana, de sus cultos y divisiones del trabajo, igual o mejor que cualquier otro pueblo indio se acostumbraron a los continuos e imprevisibles reacomodos de un mundo donde la vida sedentaria se ensanchaba o estrechaba de súbito y las migraciones eran un fenómeno estructural?
Cerca de los años mil ochocientos no sólo cedían las tierras de Tennesse y Kentucky y sellaban pactos con los recién llegados. Atendían a sus pastores de almas, tomaban su alfabeto para darse una lengua escrita, hacían alianzas matrimoniales con ellos y abrían espacios para la plena propiedad privada que, en unos cuantos radicales casos, permitían crear estancias trabajadas por esclavos negros.
¿Había pecado en ello? ¿Olvidarían de ese modo que todo comenzó cuando la tierra se desprendió de las cuerdas de cuero pendientes de los costados del cielo y las enormes alas de un animal salido de las aguas donde la vida se había refugiado, crearon como sin querer, del lodo, las montañas maravillosas reservadas para ellos? ¿Renunciarían al sol concebido como mujer, al consejo de los sueños, al parentesco con Abuelo Águila y Abuela Araña, al conocimiento de Hombre Pequeño, capaz de transformar a los hombres en serpientes, de mover estrellas, de atemperar la luz o los vientos?
El hecho es que menos de cien años después no pueblan ya las ricas tierras aquéllas y no viven en pacíficos asentamientos agrícolas, sino en la América Árida a un lado y otro del Bravo, la región más lóbrega del País de Sombras del Oeste, y se especializan en feroces incursiones contra los blancos.
Para entonces habían hecho el Sendero de las Lágrimas.
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En el verano de 1811 Tenkswatawa, el Profeta, anunció el resurgimiento religioso que debía permitir a los Shawnee sobrevivir en el último coto de caza que los extraños les dejaban. La experiencia y la lectura de los signos le permitían creer que evitando todo trato con ellos, en paz, el orden natural se restablecería. Entonces, William Clayton Harrison, superintendente de los territorios que debían servir de reserva a los pueblos expulsados del noreste, dando un salto en la serie gracias a la cual alcanzaría la presidencia del país, reto a la paciencia del jefe, falló y, perdidas las excusas, obligó a la tribu a presentar batalla y destruyó la aldea. Un año después Tecumseh “el majestuoso”, hermano gemelo del Profeta, acaudillando una confederación de naciones, celebraba un pacto con los ingleses, imponía el terror a los colonos y al fin fracasaba en el asalto a un fuerte.
El encargado de defender la plaza era un joven capitán, quien fue elevado al rango de comandante y descubrió de golpe la celebridad, aprendiendo, de seguro, la regla: en los Estados Unidos para un militar no había posibilidad de progresar realmente si no era a costa de los indios. Los años que siguieron lo condujeron de frontera en frontera, en tareas sin mayor brillo, sin embargo, las diarias fricciones con las tribus auguraban la proximidad del gran momento y él debió aprovechar para conocer cuanto podía de ellas y estar preparado.
A fines de los 1820 vino de una buena vez la decisión: el país era ya lo suficientemente fuerte como para librarse de la presencia de los pieles rojas. Echando a un lado títulos y derechos reconocidos por gobiernos anteriores, el que es quizá el más popular de los mandatarios norteamericanos, Andrew Jackson, inició su traslado a ese auténtico otro continente tras el Mississippi. Fue ahí que los cheroquies tan decididos a apostar por la convivencia, pasaron a la historia haciendo el Camino de las Lagrimas con los cadáveres de más de un tercio de su gente, que el hambre y el dolor iban dejando.
Aunque no fue gracias a ellos que el comandante logró el decisivo éxito que lo llevaría al primer plano de la escena nacional. Se lo debió a sus antiguos vecinos del costado norte. En concreto, a Halcón Negro, jefe de los sauks y los fox que participaron en la cruzada de Pontiac y que con los años aprendieron a conformarse con las tierras de la desembocadura del río Rock. Los colonos “invadieron sus vegas, destruyeron sus sementeras y araron sobre las tumbas de sus antepasados”. Halcón Negro había recibido la palabra, conocía de sobra el poder de los blancos y tenía fe en la cultura acumulada por su pueblo, de modo que se retiró al territorio de Missouri. Pero el cambio resultó tan súbito, el nuevo invierno tan duro, los sioux que la habitaban, tan celosos de sus espacios, y el tiempo tan breve para cumplir el justo pago requerido por la tierra, que en unos meses la miseria aplastó a las tribus. El jefe regresó buscando una de las viejas praderas para su maíz y las milicias de Illinois, en las cuales el joven Abraham Linconl mandaba una compañía, fueron en su busca y lo persiguieron hasta los desiertos de Wisconsin, dejando detrás episodios de los cuales nadie se responsabiliza, como el inútil asesinato de hombres, mujeres y niños indefensos al cruzar el río sagrado.
Porque hacía tiempo todo lo sólido de desvanecía ya en el aire.